Sueños de las mujeres jóvenes en la Iglesia (1)

    

        Soñamos lo inalcanzable, lo que no podemos materializar, los anhelos que no nos permitimos expresar. Soñar podría ser la antítesis de planear, porque de algún modo el sueño traspasa la realidad y la eleva por encima de sí misma, creando imágenes desconcertantes e inverosímiles para la razón. Soñar carece de utilidad tangible, y a la vez es tan elemental como comer o respirar. El sueño nos repara y permite que exista la memoria, conectando lo que percibimos a través de los sentidos con las emociones que esto nos genera. Cuando atravesamos el umbral del sueño nos ubicamos en una realidad distinta, en la que todo nos es a la vez conocido y ajeno. En la profundidad del sueño, como en el arte o la poesía, se crean imágenes que nos acercan casi sin mediaciones al misterio de lo que somos, que nos acercan a Dios:

“Ella peina la nieve como un invierno recibido en pleno pecho, pleno rostro. Entre sus dedos y sus cabellos se desliza una especie de amor, una multitud tumbada en la sangre. Ella peina la nieve. Es una larga marcha por los campos, una expoliación.

Ella peina la nieve, sí, es eso, y reza. Rezar es esa lentitud recobrada, ese escudriñarse a sí mismo, dulzura del alma, dulzura de no ser nada en el más sereno e íntimo de los segundos.”1

Los sueños son, quizá, el nexo entre nuestro yo y el mundo. Podríamos decir que sólo tenemos conciencia de lo soñado.

Soñar con, sobre o en la Iglesia, siendo mujer y joven, es soñar desde una doble excepcionalidad. Los y las jóvenes somos una especie en extinción en las iglesias, y probablemente la sociología pueda alumbrar las cifras mejor que la teología. Las mujeres somos siempre y casi por definición la excepción, aunque seamos mayoría. Es frecuente encontrar en los documentos eclesiales sub-apartados dedicados a la cuestión de “los jóvenes”, o “las mujeres”, usualmente como entidades separadas que sólo convergen al hablar de la sexualidad o la pareja (heterosexual por defecto, aunque la homosexualidad puede tener su propio sub-apartado), dando a entender que lo que nos es propio se reduce, una vez más, a los órganos reproductores. Pocas veces, sin embargo, se nos habla de Dios en femenino, o se nos integra en un lenguaje que, si bien pretende ser genérico, no siempre se puede leer de manera genérica, ya que se articula desde una perspectiva exclusivamente masculina y, por ende, tan limitada y parcial como la nuestra.

Existe, de fondo, un cuestionamiento que resulta urgente: ¿cabe nuestra existencia como mujeres del siglo XXI en el seno la Iglesia católica?, ¿caben nuestras imágenes de Dios?, ¿caben nuestras necesidades, nuestras intuiciones, nuestros atrevimientos?, ¿caben nuestros sueños?

Intentar responder con honestidad a estas cuestiones conlleva, en primer lugar, transformar el plural en singular, ya que la experiencia de la trascendencia en cada persona es necesariamente única, sujeta a sus circunstancias y a su sensibilidad, aunque podamos beber de fuentes comunes. Pretender erigir de entrada un discurso colectivo uniforme, limando las particularidades –a veces disonantes-, no sólo puede resultar superficial y excluyente, sino que conlleva el riesgo de conducirnos a lugares comunes, cientos de veces transitados y vacíos ya de contenido. Necesitamos escucharnos atentamente a nosotras mismas, y necesitamos escucharnos unas a otras. Este acto de escucha puede romper silencios íntimos y tabúes, abriéndonos al reconocimiento y permitiéndonos nombrar nuestra realidad, y nos hace corresponsables de un relato que resulta más amplio que la suma de nuestras experiencias individuales, un relato cuyo valor radique más en su verdad que en su novedad.

Lo novedoso en sí mismo no es transformador. La pastoral juvenil, de la que muchas de nosotras hemos participado o participamos activamente, nos ha colmado de nuevas tecnologías, nuevos métodos, nuevas músicas, campañas de animación, etc., y aunque el esfuerzo de actualización es loable, resulta ineficaz si sólo cambian las formas. Para posibilitar el encuentro con el Dios que nos habita, para tener la experiencia de un Dios encarnado, necesitamos también aprender a habitarnos; conocer nuestros cuerpos, explorar nuestras capacidades, palpar nuestras heridas, expresar afecto, disfrutar nuestra sexualidad, entablar relaciones de confianza, protegernos y cuidarnos. Cuando las mujeres llevamos a la práctica este ejercicio de habitarnos, consustancial al desarrollo humano, nos topamos a menudo con restricciones más o menos sutiles que nos invitan una y otra vez a adaptarnos a lo que se espera de nosotras en vez de a buscar lo que somos. De igual manera, ponernos delante de Dios supone confrontar nuestro sentir profundo con ritos y expresiones que tantas veces nos excluyen o nos resultan opresivos. Se nos pegará la lengua al paladar de tanto responder “Palabra de Dios” a enunciados misóginos... ¿Cómo preguntarnos por qué o para quién vivimos si no sabemos quiénes somos?, ¿cómo validaremos nuestra experiencia de Dios?, ¿cómo oiremos hablar de Dios si no se nos anuncia?, ¿cómo anunciaremos si no se nos envía? (Rm 10, 14-15)

Tal vez soñar resulte de ayuda. Los sueños abundan en la Biblia, aunque casi siempre son ellos los que sueñan (Abrán, Jacob, José, los magos…). Mediante estos sueños, Dios les empuja a ir más allá de lo conocido: a relativizar sus esquemas culturales (Mt 1, 19-20), a dejar atrás su tierra (Gn 15, 12-13; Mt 2, 13), a desviarse de la ruta planificada (Mt 2, 12), o a entender que se puede llegar al cielo desde lugares insospechados (Gn 28, 10-1). No debe ser casualidad tanta concentración de sueños al comienzo del Antiguo y del Nuevo Testamento. La historia de nuestra fe se construye ensanchando la mirada más allá de los límites personales o sociales que nos vienen impuestos desde estructuras ajenas a nuestra esencia de criaturas libres, de hijas e hijos de Dios. 

¿Qué Iglesia soñamos las mujeres jóvenes? 

En algunos templos griegos, como por ejemplo en el dedicado a Asclepio, dios de la medicina, se llevaba a cabo de manera ritual la práctica del sueño terapéutico. Mediante la enkoimesis  (o incubatio en terminología latina), los antiguos se entregaban a Hypnos (personificación del sueño), buscando una experiencia de sanación2:

“Una vez llegó a Atenas un cretense llamado Epiménides, que traía un relato que, una vez contado, resulta difícil de creer. Contaba que quedó sumido en un profundo sueño durante largos años en la cueva de Zeus Dicteo, y que se encontró en sueños con los dioses y sus palabras, entre otros, con la Verdad y la Justicia.” 3

Soñar no es una actividad que deba tomarse a la ligera, aunque abandonarse a ella sí requiera cierta ligereza. La finalidad del sueño no es descargar nuestra frustración, transformándola en bellas imágenes o palabras. Soñar es sanar, y ahí radican su hondura y su belleza.

Resulta sugerente que se destinaran espacios sagrados al sueño. Necesitamos tiempos y lugares donde poder gestar nuestros sueños y tomar conciencia de ellos. Necesitamos, quizá, detenernos, aunque esto pueda resultar contradictorio dada la premura de nuestras preguntas e inquietudes. No es posible soñar en continuo movimiento, no es posible soñar en un estado de agitación, o si nos sentimos amenazadas o inseguras. La quietud del sueño se opone al imperio del miedo, de la obligatoriedad y de la inmediatez. Lo bello, lo cierto, se revelan en la mirada larga y contemplativa, capaz, como infería Simone Weil, de “contemplar lo no-contemplable sin huir4.

Soñar es también, y en último término, un acto de justicia. La vulnerabilidad del sueño nos despoja de categorías falsas e identidades creadas, igualándonos. No es más apta para soñar la persona que posee más conocimientos, o más recursos, o quien pertenece a una determinada cultura o condición social. Como acto de justicia, el sueño no puede evadir la humillación, el abandono o la opresión; y es desde aquí precisamente desde donde se transforma en esperanza, que es la materialidad del sueño. La esperanza es lo posible, no una abstracción que nos aleja de lo real, sino más bien una manera de estar en el mundo que nos arraiga al futuro.

Retomando los interrogantes, seguramente las mujeres jóvenes no anhelemos nada más -y nada menos- que una Iglesia que nos permita soñar, es decir: una Iglesia donde sanar, contemplar y esperar.

 

1.  TRAVERNIER  B. Hoy empieza todo. 1999

2.  MONTIEL LLORENTE, L. Podaliriana: rapsodias sobre el sueño terapéutico. Aranjuez: Doce Calles. 2018

3. Máximo de Tiro. Disertaciones filosóficas.
 
Citado por GARCIA ARROYO, MP. (2019) Enteógenos, ritual y psicoactivos en el Mediterráneo Antiguo: química entre dioses y hombres. Universidad Nacional de Educación a distancia.

4. Citado en BREA, E. (Ed.) Simone Weil: la conciencia del dolor y de la belleza. Madrid: Editorial Trotta. 2010.

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