Jesús, cansado del camino,
se sentó tranquilamente junto al pozo. Era mediodía. Una mujer de Samaría llegó
a sacar agua.
Jesús le dice:
-
Dame de beber (Jn 4, 6-7)
Vivimos
una época de contrastes. A pesar de estar inmersos en una cultura digital, de
redes e información disponible 24 horas, nos resulta difícil toparnos con lo
distinto, con lo otro:
“Viajamos por todas partes
sin tener ninguna experiencia. Uno se entera de todo sin adquirir ningún
conocimiento. Se ansían vivencias y estímulos con los que uno se queda siempre
igual a sí mismo (…). La interconexión digital total y la comunicación total no
facilitan el encuentro con otros. Más bien sirven para encontrar personas
iguales y que piensan igual, haciéndonos pasar de largo ante desconocidos y
quienes son distintos, y se encargan de que nuestro horizonte de experiencias
se vuelva cada vez más estrecho”7
Ante esta realidad, resulta tentador idealizar un pasado analógico, en el que lo relacional estaba vinculado a la presencia física, identificando lo que nos separa con lo virtual, que no deja de ser el soporte, el objeto. Y aunque es cierto que nuestra relación con los objetos configura nuestra subjetividad, desplazar el foco de atención del sujeto al objeto puede llevarnos a eludir nuestra responsabilidad individual, y por ende nuestra capacidad para cuestionar cómo nos relacionamos o cuál es nuestro margen de libertad para expresar quiénes somos.
Las personas jóvenes confundimos a menudo la búsqueda de nuestra propia identidad con la necesidad de crear un “yo” definido exclusivamente por sus gustos y afinidades, que no son sino opciones de consumo. Consumimos ropa, dietas, ocio, cultura, terapias, alternativas de voto y también espiritualidad. La diversidad se convierte así en un escaparate y nosotras y nosotros –más nosotras- en sujetos publicitarios. Es más fácil y más inmediato decir “me gusta” que “soy”.
El
modelo de Iglesia que se nos propone a las y los jóvenes sintoniza en ciertos
aspectos con esta cultura del “me gusta”, mediante una pastoral de cristiandad más
que cristiana, que promueve fenómenos de masas y conforma un sentimiento
identitario compacto en el que queda poco espacio para la inquietud y las
dudas. Ser “creyente” se reduce así a un eslogan estampado en una camiseta, a
aplaudir un discurso que nos viene dado o afirmar pasivamente unas creencias. La industria cultural de la religión embota
toda relación con la trascendencia8.
Para
vivir y expresar la fe se nos presentan itinerarios preconfigurados que, a pesar
de su aparente multiplicidad (tipos vocacionales, carismas, movimientos, etc.),
constituyen categorías muy uniformes: un modelo único e idealizado de familia,
la “soltería” como alternativa exótica y siempre bajo sospecha, un orden
ministerial reservado para varones elegidos, y una propuesta de vida consagrada
atravesada por una profunda brecha de género y que aun arrastra demasiados
estereotipos del pasado.
Las
formas en las que podemos buscar nuestra propia identidad dentro de la Iglesia
quedan perfectamente delimitadas en unos moldes más o menos rígidos en los que
no siempre caben nuestros anhelos; más aún si somos mujeres, o tenemos una
expresión de género distinta, u otras orientaciones sexuales, o si cuestionamos
ciertas dinámicas de poder.
¿Cómo ser Iglesia desde la diversidad?
El encuentro de Jesús con la samaritana se produce desde dos identidades radicalmente distintas y contrapuestas en su contexto. Él es judío, ella samaritana; Él varón, ella mujer; Él descansa tranquilamente junto al pozo, ella acude a sacar agua como parte de su afán cotidiano. En condiciones habituales no se hubieran rozado, ni mirado siquiera. Pero Jesús tiene sed.
Dame de beber.
La
imagen de un Dios sediento, de un Dios vaciado de su poder, es común en la
experiencia mística, y también en la vivencia cotidiana de tantas personas que
sufren la opresión y la injusticia. Así lo expresa Etty Hillesum, una joven
judía que vivió el Holocausto en profunda comunión con Dios:
“Sólo una cosa es para mí
cada vez más evidente: que tú no puedes ayudarnos, que debemos ayudarte a ti, y
así nos ayudaremos a nosotros mismos. Es lo único que tiene importancia en
estos tiempos, Dios: salvar un fragmento de ti en nosotros. Tal vez así podamos
hacer algo por resucitarte en los corazones desolados de la gente.”9
El
tránsito entre el “me gusta” y el “soy” conlleva, paradójicamente, despojarnos
del “yo” y ponernos en diálogo con lo Otro, y con los otros:
“El diálogo no es una
conversación entre iguales, no es un mero discurso complementario, o una conversación
amistosa, sino una práctica real de la escucha en la que la duda, la pregunta,
existen para abrirse a uno mismo y para abrir al otro. En ese sentido, diálogo
es aventura en lo desconocido. Acto político real entre diferencias que
evolucionan en la búsqueda del conocimiento y de la acción que de éste se
deriva.”10
La
mirada contemplativa nos va quitando etiquetas, prejuicios e identidades
falsas, porque es capaz de ver lo sagrado en todos los seres.
Necesitamos
una Iglesia abierta al diálogo con lo diferente: con las mujeres, con las
identidades sexuales no normativas, con otras formas de espiritualidad, con las
teólogas y teólogos cuyo trabajo disiente de la doctrina oficial, con el
pensamiento crítico, con la naturaleza, con el arte, con las personas
marginadas por cualquier causa.
Necesitamos
una Iglesia abierta a ser trasfigurada en este diálogo, despojada de sus
certezas, sedienta de agua y Espíritu.
Necesitamos
una Iglesia donde contemplar.
Contemplar
no consiste en quedarse arrobadas en experiencias ultraterrenas, ni en adorar
objetos misteriosos. Es más bien entrenarse en una manera distinta de habitar
el mundo y de sentirnos habitadas, percibiendo en todo la presencia de un Dios
que no se impone, sino que llama a la puerta esperando ser acogido (Ap 3, 20).
Necesitamos
la contemplación como práctica de resistencia transformadora y creadora de
nuevos lenguajes:
“La espiritualidad occidental ha producido
gran cantidad de términos relativos a la guerra que expresan aspectos
importantes de la experiencia de Dios. Pero las mujeres vamos encontrando otro
vocabulario más inclusivo y colectivo, como, por ejemplo, la resistencia, de
que la que tenemos una larga experiencia y que combina tanto su significado
activo como pasivo. Transformar los lenguajes para el futuro supone transformar
nuestra manera de vivir, de pensar, de sentir y de amar. Los lenguajes
incorporan a la vida el universo simbólico de las expresiones, imágenes, símbolos
y metáforas que lo construyen.”11
La
contemplación nos permite resistir en tanto que nos permite ser plenamente
conscientes de nuestra vulnerabilidad, y conectar desde ahí con la fragilidad y
la belleza de todo cuanto existe.
Sólo una Iglesia contemplativa puede albergar la diversidad, dar lugar al movimiento, dejarse llevar por el Espíritu.
7. HAN, Byung-Chul. La expulsión de lo distinto. Barcelona:
Herder. 2017
8. TIBURI, Marcia. ¿Cómo conversar con un fascista? Reflexiones
sobre el autoritarismo de la vida cotidiana. Mexico D.F: Akal. 2018
9. Citado en LEBEAU,
Paul. Etty Hillesum. Un itinerario espiritual. Santander: Sal Terrae. 2000
10. TIBURI, ¿Cómo conversar con un fascista? …
11. MARTÍNEZ CANO, Silvia en BARA BANCEL, Silvia (ed.) Mujeres mística y política. Estela: Editorial Verbo Divino. 2016
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