Jesús se incorporó y le
dijo:
-Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?
(Jn
8, 10)
La
experiencia del sufrimiento no es exclusiva de las mujeres, pero es innegable
que tener un cuerpo de mujer, o ser socializada para desempeñar un rol
“femenino”, nos coloca en una posición de subalteridad (es decir; como
distintas e inferiores al varón) que nos va punzando, surcándonos la piel,
atravesándonos.
Desde
niñas somos, de una manera u otra, destinadas a satisfacer los deseos de otros,
y nuestro cuerpo suele ser el primer damnificado: debemos ser guapas,
agradables y deseables para no ser desvalorizadas. Aprendemos pronto a esconder
nuestras imperfecciones físicas, a vivir con vergüenza nuestra fisiología, a
gastar ingentes cantidades de tiempo y de recursos en modelar nuestra
apariencia en función de los cánones estéticos del momento… Este aprendizaje
nos lleva también a fingir sentimientos, reprimir necesidades y a negar
nuestros instintos cuando se oponen a la cultura dominante. Así, acabamos
normalizando la violencia sobre nuestros cuerpos, los abusos de poder y la
mentira.
Este
“ser para otros” encuentra muchas resonancias en cierto ideal cristiano de
sacrificio que hemos heredado, y que aún late de fondo en algunos discursos,
aunque cambie la nomenclatura. Como señala Ivone Gebara en su obra El rostro oculto del mal5, el
sacrificio de los varones se expresa y se valora de modo distinto al de las
mujeres:
“La ideología del
sacrificio ha desarrollado en las mujeres una educación para la renuncia. Hay
que renunciar al placer, a los propios pensamientos, a los sueños, a la propia
voluntad, para ponerse al servicio de los demás o para vivir según los demás.”
Lo
que para los varones constituye una elección, y resulta socialmente reconocido,
para nosotras es una imposición. La donación de una misma, de uno mismo, nos
acerca a Dios en la medida en que brota de nuestra libertad. Si la renuncia se
convierte en algo constitutivo de nuestro ser no hay donación posible, sólo
acatamiento.
Experimentar
en lo cotidiano esta contradicción nos confunde y genera culpa, ya que las
expectativas volcadas sobre nosotras suelen exceder nuestras posibilidades
reales de encarnarlas o llevarlas a cabo, lo que alimenta nuestra vivencia de
la subalteridad: no somos varones, pero tampoco podemos ser mujeres tal y como se
espera de nosotras.
“El sistema patriarcal en
el que vivimos tiene necesidad de crear en nosotras el sentimiento de
culpabilidad, pero se trata de una culpabilidad que no se funda en nuestra
existencia real, ni en nuestra responsabilidad personal efectiva. La
culpabilidad patriarcal se forma en la mayoría de los casos a partir de un «yo»
ideal o de una situación a la que no se puede corresponder concretamente”6
La
violencia sobre nuestros cuerpos, el sacrificio obligatorio y la culpa
desembocan inevitablemente en un dolor que se acrecienta medida que transcurren
las generaciones. Las mujeres jóvenes somos herederas de una herida que se
entreteje en nuestras genealogías, que sangra en los silencios de nuestras
madres y abuelas, y de la que muchas ya nos hemos dolido en primera persona.
Necesitamos cerrar esta herida para poder seguir siendo Iglesia.
Antes de dirigirse a la mujer adúltera, Jesús se incorpora. Esto quiere decir que previamente la había mirado desde abajo, y de hecho el evangelio especifica que se agachó dos veces para escribir sobre el suelo. No sabemos lo que escribió, a lo mejor sólo garabateaba… Quizá se agachó para entender más que para escribir, para entender desde otra perspectiva que no era la suya, sino la de una mujer pecadora.
Mujer, ¿dónde están?, ¿nadie
te ha condenado?
Necesitamos
una Iglesia abierta a entendernos, que se atreva a aterrizar en el suelo y
preguntarnos dónde están nuestros dolores, dispuesta a ahondar en lo que nos
hace sufrir como fuente de pecado más que en señalarnos como pecadoras. Es preciso
que hablemos sobre la violencia e investiguemos su génesis; es preciso
comprender e integrar la sexualidad humana en sus diferentes expresiones; es
preciso desmitificar la maternidad; resultaría más audaz cuestionar por qué
abortamos que condenar el aborto; es perentorio cedernos la palabra en lugar de
debatir sobre nuestra idoneidad para hablar.
Una
Iglesia donde sanar no es una necesidad exclusiva de las mujeres, como tampoco
el sufrimiento es propiedad nuestra, pero nuestra voz no es prescindible. Requerimos
no sólo ser escuchadas, sino participar activamente en una renovación de las
estructuras eclesiales que resulta ineludible si no queremos perpetuar la
desigualdad. Nuestra presencia en los procesos de toma de decisiones no puede
limitarse a una cuota simbólica, en el mejor de los casos, sino que han de
conformarse cauces a través de los cuales podamos expresarnos y ser
representadas de manera eficaz.
Si
anestesiamos nuestro dolor, sublimándolo mediante una espiritualidad
desencarnada, nos limitaremos a tratar el síntoma, pero nunca cerraremos la
herida. Las heridas se curan limpiándolas con cuidado, palpando sus bordes,
suturándolas si es necesario, dejándolas respirar al aire, mirando a los ojos a
quien las padece y remediando lo que las ha causado.
Necesitamos
una Iglesia donde lavar nuestras heridas con agua limpia, donde exponerlas al
aire sin miedo ni vergüenza, donde encontrar ojos que se atrevan a mirarlas y
manos dispuestas a tocarlas y curarlas con paciencia y sabiduría.
Las mujeres sabemos bien que sanar pasa por ser capaces de expresar en voz alta esas verdades profundas que llevamos inscritas en nuestros cuerpos, conscientes de que dolerán cada vez que las pronunciemos. La verdad pronunciada nos acerca a otros sufrimientos y nos permite mirarlos con hondura y compasión. Esta mirada nos humaniza y a la vez nos trasciende. La profundidad de la experiencia de sanación radica en sabernos miradas con, pero, sobre todo, más allá de nuestras heridas.
5. GEBARA, Ivone. El rostro oculto del mal. Madrid:
Editorial Trotta. 2002
6. Ídem.
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